Concierto para instrumentos desafinados by Juan Antonio Vallejo-Nágera
autor:Juan Antonio Vallejo-Nágera
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Psiquiatría
ISBN: 84-7071-976-2
publicado: 1980-11-02T05:00:00+00:00
6. La fuga de los grandes capitales
Durante mucho tiempo la llamaron así, «La fuga de los Grandes Capitales». Las primeras semanas no se habló de otra cosa en el hospital. Cuando alguien preguntaba de alguno de sus protagonistas: «ése, ¿quién es?», recibía siempre la misma respuesta: «ése, uno de los Grandes Capitales», después solían contar la historia de la fuga.
Esta fuga fue causa de un bonito susto para el director. La fuga de un enfermo siempre preocupa al director del hospital, por lo que le pueda ocurrir al prófugo y porque según la Ley es responsable de los desmanes que corneta el paciente. Pero ¡la desaparición simultánea de cuatro enfermos, llevándose además con ellos el portero! Eso alarma al más templado.
El portero, Aquilino, era en realidad otro enfermo más. Jubilado el titular de la portería, el sueldo era tan mezquino que tardaron en encontrar sustituto. Durante unos meses suplieron su ausencia en la vigilancia de la puerta tres pacientes, elegidos entre los menos graves, que por una gratificación hacían sus turnos.
Siendo la portería de un manicomio puesto de responsabilidad, habían elegido enfermos «insobornables», pero ya se sabe: la carne es floja. Aquél fue precisamente un asunto de «la carne», y eso explica todo.
Debimos haber sospechado al notar cómo miraba Aquilino a las alumnas de Psicología cuando acudían al hospital a realizar su examen práctico. Solían hacerlo en la sección de mujeres, para no alborotar con su fragante presencia a los enfermos. Eran otros tiempos. El control de las manifestaciones externas de la sexualidad tenía carácter casi obsesivo. La televisión ha cambiado las cosas con rapidez y profundidad no previstas. En los pueblos las mujeres iban vestidas de negro, y con falda hasta la pantorrilla. Según se instalaban repetidores de televisión por la geografía española, podía adivinarse al pasar en coche si ya en el pueblo tenían o no televisión, según siguiesen de negro, o vistieran minifaldas multicolores. Ésta es una historia de antes de la televisión, cuando aquellos pobres asilados pasaban años sin ver más silueta femenina que la de las Hermanas de la Caridad con sus grandes hábitos y tocas monumentales. Las Hermanas se encargaban de dejar bien claro que ellas no eran «mujer objeto», eran monjas.
Por otra parte, hay que ser justos, las estudiantes de Psicología no tenían la culpa de ser tan jóvenes, ni de haber engordado por la vida sedentaria de la preparación de los exámenes, ni de que éstos se celebrasen durante los calores del final de junio teniendo que acudir con el ligero atuendo apropiado a la canícula.
En el «Don Juan» de Mozart hay una escena inesperada en el primer acto, cuando Don Juan olfatea el aire nocturno y dice, imponiendo silencio a su acompañante: «Zitto, mi pare sentir odor di femmina…» (calla, me parece sentir olor a mujer), y efectivamente por la esquina opuesta de la plaza aparece una «femmina». Quizá el entusiasmo por esta ópera me haga asociar la presencia de las estudiantes en el patio de entrada, de paso hacia el departamento de mujeres, con la desazón colectiva que se notaba en el de hombres.
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